De profesión, niño

Como decía Millás un día, “el otoño es una primavera a la inversa”. Los niños son el instinto a la inversa, seres de conciencia dominable que creen lo que dices aunque nunca dejan de cuestionarlo.
Millones de esos instintos clandestinos en candor trabajan doce horas diarias para alimentarse, en situaciones que degradan su físico, su moral y su futuro. Los niños creen en el infierno si tú se lo repites.
Trascienden la maldad y la violencia si en su existencia no se han estipulado los parámetros de los bueno y de lo malo.
Recorren cientos de kilómetros para cruzar una frontera porque les hablaron del Disney World del primer mundo.
Mientras aquí en España nos quejamos de las leyendas urbanas como la de que los inmigrantes no pagan por medicamentos. Escuchamos las leyes de la justicia de “aquí que vengan pero a trabajar y adaptarse pero a mí que no me quiten lo mío” [entrecomillo porque no es mío aunque no pueda atribuírselo a un nombre]. La calle media habla de una justicia inventada que nada tiene que ver con la injusticia que plaga el universo.
Equilibrar la balanza empujándola con el dedo no es hacer trampas es aplicar a la vida de adultos la definición de bueno y malo que enseñamos a los niños que definimos como socialmente desarrollados [$], educados y sanos.
Y si hay que hacer trampas hagámoslas que de algo más servirá poner el dedo en el lado vacío de la balanza que no que nos lo invierta el Picasso’s para el water.

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